
RECORDEMOS QUE:
La práctica de orar por los difuntos es sumamente
antigua. El libro 2° de los Macabeos en el Antiguo Testamento dice: “Mandó
Juan Macabeo ofrecer sacrificios por los muertos, para que quedaran libres de
sus pecados” (2 Mac. 12, 46); y siguiendo esta tradición, en los primeros
días de la Cristiandad se escribían los nombres de los hermanos que habían
partido en la díptica, que es un conjunto formado por dos tablas plegables, con
forma de libro, en las que la Iglesia primitiva acostumbraba a anotar en dos
listas pareadas los nombres de los vivos y los muertos por quienes se había de
orar.
En el siglo VI los benedictinos tenían la costumbre
de orar por los difuntos al día siguiente de Pentecostés. En tiempos de san
Isidoro († 636) en España había una celebración parecida el sábado anterior al
sexagésimo día antes del Domingo de Pascua (Domingo segundo de los tres que se
contaban antes de la primer de Cuaresma) o antes de Pentecostés.
En Alemania cerca del año 980, según el testimonio de
Widukind, abad de la Corvey, hubo una ceremonia consagrada a la oración de los
difuntos el día 1 de noviembre, fecha aceptada y bendecida por la Iglesia.
San Odilón en el año 980, abad del Monasterio de
Cluny, en el sur de Francia, añadió la celebración del 2 de noviembre como
fiesta para orar por las almas de los fieles que habían fallecido, por lo que
fue llamada “Conmemoración de los Fieles Difuntos”. De allí se extendió a otras
congregaciones de benedictinos y entre los cartujos; la Diócesis de Lieja
(España), la adoptó cerca del año 1000, en Milán se adoptó el siglo XII, hasta
ser aceptado el 2 de noviembre, como fecha en que la Iglesia celebraría esta
fiesta.
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